Leyendas de mi pueblo. La maldición.
Hoy no queda nada del viejo monasterio de Sta María de la Blanca, como si el tiempo hubiese intentado borrar su huella para tapar el recuerdo de los sucesos del pasado.
Era este, un monasterio de monjas cistercienses de buen tamaño, aunque austero, como corresponde a la regla de San Benito, situado entre las Plazas de la Iglesia y la del Baile y del que algunos aún recordamos, como último vestigio ahora desaparecido, las arcadas ciegas en el antiguo lienzo de casas y el arco de paso entre ambas plazas.
El convento se fundó en 1160 bajo el reinado de Sancho el Sabio y Doña Sancha de Castilla. Tuvo su época de esplendor con el abadiato de la condesa Doña Blanca, hija bastarda del último representante de la dinastía Jimena, Sancho el Fuerte, cuando la condesa se convirtió en dueña de un señorío al que estaban sujetos todos los vecinos en cuestión de arriendos, compraventas y otros menesteres.
En el siglo XIV, el monasterio recibió donaciones del rey Teobaldo II, para el aniversario por su alma y para las obras de la iglesia. Pero hacia 1400 siendo abadesa Miramonda de Agramont, el monasterio se encontraba ya en pleno declive, con la mayoría de sus edificios en ruinas y habiendo perdido muchas de sus rentas tras sucesivas ventas para tapar los agujeros sin fondo en los libros de cuentas.
Durante un tiempo, Carlos III determino que el monasterio pasase a depender del de la Oliva para acabar con sus deudas, pero finalmente, terminó siendo reducido a un pequeño priorato, por disposición del papa Luna, con sólo cuatro monjes procedentes de la Oliva, y con todas sus religiosas trasladadas a otros cenobios, siendo a partir de entonces uno de los monasterios más pequeño y pobres de Navarra.
Hasta aquí la historia más o menos documentada. A partir de aquí, la que pudo o no pudo ser, que poco importa, ya que lo que os cuento aquí, es solo por matar el tiempo, como hacían los viejos junto a la chimenea desafiando al frio y desgranado historias de colores y personajes de leyenda que se consumían al ritmo de los brasas en la hoguera.
En aquellos últimos tiempos, tan convulsos, el monasterio se había convertido en refugio de monjes, herejes y otros pensadores que traían ideas nuevas y huían buscando un lugar seguro y apartado del largo brazo de fuego de la inquisición y sus comisarios.
Había pues, una convivencia entre las monjas y estos nuevos monjes venidos de fuera, los capellanes que atendían los oficios religiosos y algunos laicos que las ayudaban en diferentes tareas. Como en otros monasterios dúplices, la comunidad masculina y femenina, aunque no vivían juntas, tampoco estaban estrictamente separadas y se organizaban como personas libres, sin vasallajes, donde nadie estaba por encima de nadie, por su cuna o riqueza sino únicamente por elección directa de todos los miembros de la comunidad en función de su conocimiento y su valía.
El monasterio, aunque con sus recursos mermados, era un pequeño remanso de paz y un punto de referencia para las gentes de estas tierras, que siempre encontraban las puertas abiertas si había que alimentar a un hambriento o curar un enfermo.
Se predicaba vivir en una sociedad entre iguales, y volver a un paraíso perdido, donde trabajar en comunidad y compartir los frutos. Se llegó al punto de dejar de cobrar rentas y diezmos y se sobrevivía, además de con su trabajo, con las donaciones de aquellos que por un motivo u otro entregaban al monasterio.
Las nuevas ideas, fueron cuajando entre aquellas gentes, hartos de nobles, curas y banqueros en sus pedestales dorados, que nunca sudaban trabajando al sol, ni por las fiebres, ni se les veía sangrando sujetándose las tripas en los campos de batalla.
Hartos de sembrar los frutos que no se llegaban a disfrutar, de levantar palacios que no llegaban a habitar, de luchar y morir en guerras ajenas.
Y así, antes de que la situación se desmandara y se propagase como la peste, Mosén Pierres de Peralta el viejo, empeñado en aumentar su poder y posesiones, comenzó a sembrar falsos rumores para conseguir expulsar a las monjas por apóstatas y herejes.
Las acusaciones surgieron efecto, y al monasterio llegó la visita de un comisario de la Inquisición en Navarra, al que Pedro de Peralta dio posada, vino y viandas gratis y un establo y abundante heno para su mula.
En el mes largo que duró su visita, el comisario desterró lejos a la comunidad femenina e hizo tabla rasa en la comunidad masculina, de la que sólo sobrevivió el fraile lego encargado de los huertos y que relató a quien quiso escuchar, la siguiente historia que ahora os cuento:
“Yo, señores, entré en el monasterio hace ya un quinquenio, sobre poco más o menos, para hacerme cargo del huerto y los animales, como ya he referido y allí, he vivido tranquilo y sin muchos sobresaltos hasta aquella mañana en que vi acercarse por el camino de entrada, montado en su mula, aquel hombre alto, unicejo, de nariz aguileña, cara de pocos amigos y una mirada oscura que te atravesaba como una espada y te helaba la sangre. En el tiempo que estuvo aquí, yo nunca lo vi sonreír, y siempre que pude, intenté esquivarlo.
Los interrogatorios empezaron muy pronto y vi crecer la preocupación en la cara de mis hermanos y hermanas día tras día, hasta que poco antes de su partida, al regresar del mercado de la villa, encontré las celdas vacías y sus puertas abiertas. Busqué en vano en la capilla, desierta a pesar de ser hora de oración y comencé a sentir una quemazón que me secaba la boca y me recorría la garganta hasta el pecho, donde el corazón comenzó a latirme con fuerza como un tambor.
Pude oír gritos y lamentos que provenían del sótano y bajé los escalones hasta allí, y maldita sea, señores, maldita sea la hora en el que crucé el umbral de aquel cuarto casi a oscuras, que más bien parecía la entrada del mismísimo infierno y donde vi los demás frailes sangrando, sin sus hábitos, llenos de heridas, colgados de los ganchos donde solíamos colgar los cerdos en la matacía, entre olor a carne quemada y sobre charcos de sangre cuajada mezclada con sus propios vómitos y orines.
No pude moverme, ni salir corriendo, y fue entonces cuando aquel hombre o diablo, que es lo que a mí me pareció, mirándome fijamente me dijo estas palabras: Ve y diles a todos que Dios ha estado aquí y se ha hecho justicia.
Aquellos pobres frailes, tan cruelmente torturados, confesaron sus culpas, si las tenían, y las que no tenían, también. Todo lo firmaron por acabar aquel suplicio cuanto antes. Yo mismo tuve que ayudar a preparar la leña de las hogueras donde había que purificar sus lacerados cuerpos, ya más muertos que vivos.
Dada por concluida su tarea, y antes de marchar el comisario, Dios lo tenga lejos de aquí por siglos, montado en su mula, y bien cargado con los regalos de Mosén Pierres, aquel hijo de su madre, aún tuvo tiempo de mandar sembrar de sal todos y cada uno de los rincones del monasterio para alejar al demonio y todo mal de aquel lugar sagrado. Cuando el único mal que había entrado en aquel recinto era él y sus negros pensamientos.
Cuando por fin se pudo dar sepultura a lo poco que quedaba de los pobres frailes, delante de muchos aldeanos que acudieron al entierro, ocurrió que habiendo llegado también el día prefijado de partida de las monjas, condenadas a ser encerradas de por vida en otros monasterios de su orden, estas, se reunieron llorosas y abatidas por tener que abandonar aquella que había sido su casa y ver su inocencia ultrajada por las maquinaciones de las gentes poderosas que siempre han estado por encima del bien y el mal.
Cruzaron cabizbajas y en silencio el huerto y al llegar a la puerta del Postigo del convento, se arrodillaron en oración, mientras vuelta la abadesa hacia una parra que allí había, dijo : “A ti, oh insensible aunque viva planta, pongo por testigo… si son verdad los crímenes que nos imputan seguirás dando fruto pero si falsos son, que sobre ti recaiga la maldición de Dios y de nuestra señora María de la Blanca para que jamás se vean llegar a perfección tus racimos”.
Y fue entonces cuando el cielo comenzó a oscurecerse y un trueno que pareciera el sonido de la cólera de Dios, acompañó la luz blanca fulminante de un rayo que fue a dar sobre la campana de la torre de la iglesia, que comenzó a tocar sola, el toque más siniestro y triste de difuntos que yo jamás hubiese oído y en ese momento el cielo se abrió y comenzó una lluvia que más que lluvia parecía diluvio y todo el mundo salió despavorido.
Desde aquella maldición, la parra, aunque daba hojas y racimos, nunca llegaban a madurar y los granos se desvanecían en nada y sus raspas se secaban”.
Mucho tiempo después de la desaparición del monasterio, aún había quien decía ver luces como de velas encendidas y oír lejanos murmullos como de cantos de salmos, que parecían provenir de los sótanos y bodegas de las viejas casas construidas sobre los viejos cimientos del monasterio.
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ResponderEliminarGarde, te superas día a día. A mi has conseguido mantenerme en vilo con la historia del superviviente y con el final de la historia se me ha erizado la piel.
EliminarBravo... y sigue escribiendo-