Leyendas de mi pueblo: En tiempos del cólera.

 

El año de 1834 comenzó con un temporal de frio y nieve, tan intenso, que congeló el rio Aragón durante al menos 15 días.

La guerra carlista seguía su curso. La consiguiente escasez de todo tipo de productos, las reservas mermadas de grano y alimentos, el aumento de impuestos y contribuciones y la falta de posibilidad de un jornal para poder subsistir, aumentó el hambre y la miseria, que ya venían de lejos, a las que se unió al final del verano de ese mismo año la epidemia de cólera morbo que ya había asolado todos los pueblos de la zona.

Corella, Cintruénigo y Fitero fueron, en Navarra, los primeros en caer ante la epidemia. Tudela registró su primer caso el 23 de agosto, a pesar de haber cortado las comunicaciones con Aragón cuando llego la noticia de que Zaragoza había sido presa de la epidemia. Le siguieron Buñuel, Cabanillas y a primeros de septiembre, todos los pueblos cercanos a Tudela por el sur estaban contagiados. 

Arguedas dispuso 19 hombres armados en los vados por donde el rio podía ser cruzado, vigilando día y noche y con orden de disparar a los fugitivos que intentaban saltarse el cordón sanitario.

Villafranca cae el 5 de septiembre, Arguedas y Valtierra el 6, Cadreita el 10. Milagro y Olite escriben a Tudela pidiendo angustiosamente un médico al enfermar su titular, pero Tudela no tenía médicos ni siquiera para ella.

El 15 de septiembre de 1834, cae Marcilla. El rio bajaba crecido, cosa anormal en esa época del año y, aún más extraño, los gorriones habían desaparecido, provocando un silencio extraño en calles y caminos y, sólo hasta pasada la epidemia, no se les volvió a ver y oír de nuevo.    

La epidemia duro apenas 15 días y para el mes ya no había ningún enfermo. Aun así, murieron 37 personas entre niños y adultos en una población de unos 650 habitantes.

La enfermedad comenzaba con vómitos, diarreas blanquecinas, calambres dolorosos… Era el preludio de un mal terrible que a veces en pocas horas terminaba con el enfermo. Afectó principalmente a las familias más pobres, de higiene precaria y alimentación deficiente y más a mujeres que a hombres, por ser ellas, donde recayó, el cuidado de padres, hermanos e hijos enfermos.

Al principio fueron víctimas aisladas como el monaguillo de la parroquia que, durante la misa, se volvió hacia los fieles con el rostro descompuesto y la respiración entrecortada, soltó la patena en plena comunión y, cayendo de rodillas con un lamento horrible, comenzó a vomitar. La gente salió del templo despavorida, empujándose unos a otros y Dios se quedó en la iglesia más solo que Adán en el Día del Amigo.

En un par de días, la enfermedad se había extendido por todo el pueblo,  dejando a su paso, casas vacías, huérfanos y un cementerio plagado de tumbas recientes.         

Como en una pesadilla, las campanas repicaban a muerte, sobre los tejados de las casas. En otros lugares incluso se había prohibido su toque para evitar que minara la moral de la vecinos. 

Por las calles vacías, un carro tirado por un caballo esquelético, se encaminaba a paso lento hacia la puerta de la vivienda donde esperaba el siguiente encargo del sepulturero. A veces, un grito rompía el silencio en mitad de la noche y los vecinos se santiguaban rogando para que el mal no llamase a su puerta.

Se contaba de ciudades como Tudela, donde los más pobres se hacinaban en hospitales improvisados donde escaseaban mantas y jergones, hasta el punto de que había pacientes por el suelo. Otros, con más suerte, agonizaban en sus casas, aunque a veces eran  abandonados a su suerte por sus seres cercanos en sus últimos momentos por miedo al contagio.

En estas ciudades, los cadáveres eran tantos, que se apilaban a las puertas de las casas y había casos de enfermos arrojados a fosas comunes y rociados con cal viva aun con vida por las prisas de los sepultureros por librarse de los cuerpos infectados. Incluso los curas, aterrados, se negaban a acompañar a las comitivas fúnebres y suministrar la última unción a los enfermos.

Había un terror incontrolable a ser enterrado vivo, y se contaban casos como el de la mujer que despertó cuando su familia la estaba metiendo en el ataúd diciendo «Quiero agua». o los casos de ataúdes con las tapas arañadas y uñas rotas que decían haber visto los sepultureros.  

* * * *

El médico se desvelaba buscando una solución en los viejos textos de medicina para aquella enfermedad desconocida hasta entonces y que había tomado desprevenida a la población: lavativas con agua de arroz y cebada con algodón al principio de las diarreas, agua de manzanilla con aceite para los vómitos, mostaza, nieve para aliviar a los coléricos, plantas curativas, amuletos y otros remedios la mayor parte completamente ineficaces.

Se recomendaba el aislamiento de los enfermos en lazaretos y la desinfección de casas, cuadras y calles con cal viva, hogueras con plantas aromáticas o quemar vinagre con hierro rusiente para purificar el ambiente.  

En su recorrido diario por el pueblo, era seguido por un fraile joven que cargaba el maletín del cirujano y el suyo propio donde llevaba la estola de confesar, agua bendita, los óleos para ungir al moribundo y las hostias consagradas.

Entraban en las casas, siempre fumando un buen cigarro, para que el humo espantase los miasmas y exigiendo al llegar, un brasero encendido donde el médico quemaba su ungüento especial para desinfectar.

Entre ambos ayudaban a asear e intentaban aliviar como podían a los infelices afectados; alguno sanaba, más que por el tratamiento, por pura suerte y en parte, por haberle devuelto la esperanza perdida.

Regresaba a casa ya entrada la noche, exhausto, y de madrugada, volvía a levantarse para preparar el “vinagre de los cuatro ladrones”. Fórmula que llegó desde Toulouse, donde la epidemia había causado miles de víctimas en la región.

Los cuatro ladrones habían sido cuatro salteadores que robaban a los apestados y al ser detenidos, confesaron tener un remedio eficaz contra el contagio, y consiguieron se les conmutara la pena de muerte a cambio de la receta del ungüento.                  

Se usaba frotándose manos, cara y todo el cuerpo, si uno estaba muy expuesto, y además, se quemaba en braseros, en las casas de los enfermos para desinfectar.

La iglesia, por su parte, ofrecía aspersiones con albahaca bendecida , para proteger las casas y a sus feligreses del mal. Eso, y procesiones y cultos extraordinarios en la parroquia del pueblo, en torno a una imagen de la Virgen del Plu, no tal como la conocemos ahora, sino con el rostro más tosco y renegrido de antes de la restauración.

Durante la epidemia se celebró una octava. Ocho días de misa solemne cantada y letanía a la Virgen, hasta el día 15 de octubre que se dio por concluida la epidemia en Marcilla.

Durante todo ese tiempo, la imagen de la virgen del Plu era trasladada, en procesión, de la ermita a la parroquia  y, en una de esas veces, tuvo lugar un hecho considerado como prodigio milagroso: una paloma empezó a revolotear junto a la imagen, y todos aquellos fieles deseosos de una señal del cielo, la identificaron como tal. También se dieron algunas apariciones de la patrona, más relacionadas, creo yo,  con el desvarío provocado por la fiebre, el hambre y el miedo  que con advocaciones marianas verdaderas.

Finalmente, por un motivo u otro, el mal fue remitiendo, aunque aún dio sus últimos coletazos por la región durante tres años más.

El médico combatió la enfermedad con todos los medios preventivos y sanitarios a su alcance, pero en la memoria colectiva, se impuso la idea de que la villa había sido salvada gracias a la intercesión divina de la virgen, las procesiones, rogativas y la albahaca bendecida, quedando en el olvido el trabajo y tesón de aquel médico que hizo lo que pudo con los precarios medios que disponía y consiguió que la mortalidad, aunque alta, fuese menor que en otros pueblos vecinos.


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