La última ballena franca del Cantábrico.

Puerto de San Xiao de Nois. Lugo

Situado en la Mariña Lucense, San Xiao de Nois es una parroquia del municipio de Foz, con un pequeño puerto que no es como los demás. Sin apenas barcas, sin marineros y sin ballenas, apenas una hendidura hecha por el mar en la roca, donde hoy algunas casas se amontonan, decadentes y absurdas.

Fue en un frío amanecer de otoño, en pleno siglo XII, cuando los vigías de los acantilados de Nois avistaron una enorme sombra sobre la superficie del agua, rompiendo la línea del horizonte con un chorro de vapor, antes de sumergirse de nuevo y dejar tras de sí una gran estela de espuma blanca.

— ¡Allí está! ¡Allí está! —gritaban los vigías, señalando al horizonte.

No era la ballena fantasma gigante que brillaba con luz propia durante la noche y desaparecía al amanecer, de la que los ancianos de Nois contaban que era el espíritu protector de los balleneros muertos. Esta era una ballena franca real, con sus más de quince metros de longitud y unas setenta toneladas de peso, que se acercaba lentamente a la costa y que podía suponer la supervivencia de los habitantes de Nois ante el duro invierno que estaba por llegar.

El pueblo despertó alertado y, en pocos minutos, preparó la salida de las pequeñas chalupas a remo y vela: rápidas y manejables, tripuladas por seis u ocho hombres, y sin cubierta para facilitar el abordaje.

El brazo del marinero más fuerte y experimentado lanzó el arpón de asta de madera con punta de hierro, que silbó rasgando el viento antes de hundirse en la carne del animal, mientras todo el bote temblaba, a la par que la cuerda se desenredaba rápidamente siguiendo la trayectoria del arpón.

La ballena herida no se inmutó de inmediato, sino que se quedó quieta; luego se sumergió y empezó a tirar. El bote se precipitó tras ella, arrastrado por la línea de cuerda, como si el mar lo reclamara para sí. La ballena emergió un instante, en toda su plenitud, para volver a caer después, levantando una enorme ola de espuma y sangre, y retumbando como si la costa entera temblara en mitad de una tormenta.

Los hombres temblaban, no por miedo, sino por la tensión del momento, inclinados hacia adelante, como si cada uno de sus músculos fuese parte de la cuerda y sus vidas estuviesen atadas a ella, sin permitirse un solo traspié en esa danza sagrada, mortal y antigua de supervivencia entre el hombre y el animal.

Los arpones volaban, las lanzas se clavaban, en una coordinación casi perfecta, donde cualquier fallo podía generar choques entre barcas, cuerdas enredadas y, en el peor de los casos, el desastre.

La ballena, herida, luchó durante horas y se volvía cada vez más agresiva, golpeando algunas de las embarcaciones con la cola, haciéndolas volcar. Aunque se pudieron salvar algunos de los marineros, muchos otros, sin saber nadar —cosa habitual en la Edad Media—, murieron ahogados.

Al atardecer, la ballena agotada flotaba inerte sobre la superficie del mar, lo que permitía acercarse con los botes en una mezcla de triunfo y respeto.

Tras atar firmemente al animal con cuerdas y redes gruesas, se le amarraron barriles de aire para que flotase mejor y así, entre varias embarcaciones a remo y vela, lo remolcaron lentamente hasta la costa, desde donde, ayudados de poleas, pudieron izarlo hasta el muelle.

Las olas, teñidas de sangre, rompían contra las rocas, deshaciéndose en espuma roja, mientras el animal era descuartizado y los trozos de grasa se fundían en calderas para extraer el valioso aceite, que era almacenado en barriles y transportado en barcos o en mulas hasta Santiago, Lisboa, Burdeos o Flandes, para ser utilizado en iluminación, ungüentos o como lubricante en la industria.

Todo se aprovechaba: la carne se salaba, secaba o ahumaba para comerciar con ella, especialmente en épocas de escasez. Las barbas, elásticas y resistentes, se usaban en corsés, abanicos y paraguas, y los huesos como verjas, vigas o simplemente como ornamentación en muchas construcciones.

Con el tiempo, las pocas ballenas que quedaron tras siglos de cacería —apenas cuatrocientos ejemplares en el Atlántico Norte— dejaron de venir. Puede que alertadas por la sirena de las aguas cercanas al pueblo de Foz, que algunos marineros aseguran haber visto cuando la niebla cubre la costa.

Y el puerto de Nois desapareció, entregado a sus recuerdos, quedando solo de él el eco que arrastra el mar: el de los rezos y el llanto de las madres y viudas de los balleneros, y el del alborozo de los hombres remolcando el cadáver gigante de la última ballena franca del Cantábrico.

Inspirado en Relatos  balleneros de la Mariña Lucense como “El vigía y la ballena fantasma” y “La sirena de Foz”. Moby Dick de Herman Melville y El viejo y el mar de Ernest Hemingway


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