Elegía a mi SJRC F11 PRO
Siempre quisiste volar más alto y más lejos que yo. Tú me invitabas a escapar de mis miedos, flotando ingrávido hasta rozar las nubes, fundiendo tu cuerpo gris con el azul del cielo.
Fue una tarde de otoño, con los caminos ya cubiertos por un velo de hojarasca, entre árboles amarillos, ocres y naranjas, junto a las aguas quietas y cristalinas de los Ojos del Jiloca, en Monreal. Tú te elevaste apenas un par de metros y te precipitaste después, rompiendo el reflejo del cielo azul en el espejo del agua. Sin apenas ruido, te posaste en el fondo, entre las algas y un lecho de limo amarillo por el sol, y desde allí, con tus luces blancas parpadeantes, me diste el último adiós.
Nos conocimos el día que yo pasaba página sobre mi vida laboral, cuando mi compañero, en nombre de los demás, me entregaba un paquete que yo confundí con un estuche de esos de tres botellas de vino. ¡Y qué sorpresa! Yo, que siempre había imaginado cómo sería ver el mundo desde arriba a vista de pájaro.
Apenas tuvimos tiempo de conocernos mejor. Tú te fuiste y yo me quedé allí, con cara de idiota, el mando encendido —ya inútil— entre mis manos, y un pequeño triángulo azul en la pantalla marcando tu última posición para siempre.
Volví. Intenté rescatarte, hasta dos veces, pero fue imposible. No encontré ni rastro de ti. Como si las aguas te hubiesen tragado para siempre.
Te imagino ahora, navegando entre brumas, en las noches de luna llena, a medio camino entre los reflejos de las estrellas y el brillo apagado de alguna que otra bomba oxidada de la Guerra Civil, arrojadas y escondidas en el fango antes de la huida tras la emboscada del enemigo.
Como las 538 granadas de mortero encontradas al dragar el lecho del río durante la búsqueda de un vecino desaparecido y del que nunca se supo más.
En las mismas aguas donde, acabada la guerra, en las tórridas tardes de verano de Monreal, chapoteaban los niños entre risas, cazando cangrejos, sin saber el peligro que se escondía bajo sus pies.
Nunca te bastaron los campos de girasoles, ni los aguarales, ni las ruinas de castillos olvidados a los que yo te llevaba. Nunca supe dominar tu espíritu libre, ni tú ceñirte a las órdenes que los sticks del radiocontrol te mandaban.
Tú siempre te ibas fuera de mi alcance, negándote a seguirme o lanzándote contra algún muro hasta caer derribado y exhausto, siempre queriendo escapar como un pajarillo enjaulado, hasta que, por fin, te fuiste.
Yo también, quisiera un día irme contigo, una tarde de otoño, si me dejas, y ser entonces, solo aire, agua y lodo. Dormir con el arrullo de las criaturas de la noche, y despertar con el grito del águila de grandes ojos amarillos, patrullando la laguna, en un amanecer rosado, mientras unas manos expertas y huesudas recogen, todavía hoy, la flor aún cerrada del azafrán por tierras de Monreal.
EL MUNDO. 3 de Julio 2017. Efectivos de la Guardia Civil han hallado en el fondo del acuífero de Los Ojos del Río Jiloca, en Monreal del Campo (Teruel), un total de 538 granadas de mortero del calibre 81. Se trata de uno de los mayores arsenales de explosivos hallado de la Guerra Civil. La Guardia Civil apunta que las bombas fueron posiblemente abandonadas por alguna posición de los bandos en contienda para evitar su posterior utilización. Las labores de localización, extracción y posterior destrucción de las mismas se ha alargado durante los meses de mayo y junio debido al gran número de explosivos encontrados y la dificultad del lugar donde han sido halladas. El hallazgo se produjo durante la búsqueda de un vecino desaparecido en esta localidad turolense.

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