Mykonos y Santorini. Sombras y luces
Hermes, el dios mensajero de los viajeros, nos aparece transfigurado en taxista con un cuerpo de armario que coge nuestras maletas como si estuviesen vacías y cobra, sólo, en efectivo.
El cíclope Polifemo, es ahora nuestro conserje tuerto, con un sombrero de paja y un gato, también tuerto, hablando un inglés casi tan malo como el mío y asistido por tres parcas que olvidaron la rueca del destino en algún desván y hoy limpian habitaciones y nos conducen solícitas a la nuestra, sin apenas cruzar palabra.
Un Hefesto ahora negro y resultón, nos cuenta en Vulcano la historia de la explosión de la caldera del volcán de Santorini.
Y cada vez que utilizamos el bus público para desplazarnos viene a ser como acudir al oráculo de Delfos: se sabe que el bus llegará, o no, pero nadie sabe cuándo, o si llegará lleno y habrá que esperar al siguiente. Pero todo se perdona cuando el pícaro de Pan aparece vestido de cobrador del bus, y socarrón consigue hacernos reír.
Démeter prepara Giros y ensalada griega en el Steki souvlaki & more junto a la carretera de Fira y Afrodita se saca unos cuartos de animadora en el Pash Night Club de Chora en Mykonos
Y, por último y sobre todo, Anfítrite, diosa del mar y esposa de Poseidón, que abandonó su palacio dorado bajo el mar, porque ya no podía correr con los gastos, para convertirse en bucanera a bordo de un barco tradicional de madera que nos conduce con un marinero trans a las transparentes aguas de Delos y Rinia, donde nos enseña a bailar sirtaki y nos ofrece vino blanco.
¿Y Zeus? Pues Zeus malvendió el Olimpo a una multinacional extranjera y huyo con los cuartos a un paraíso fiscal.
En esta tierra dura, desolada, sin apenas esperanzas, que obligó a emigrar y a reinventarse a muchos griegos, hoy florece una industria basada en el transporte de turistas de todo el mundo en enormes trasatlánticos que vomitan en los puertos a miles de personas en islas de menos de 100 km cuadrados que llegan, pasan unas horas y se van. Hay que estar atento para pasear en esos intervalos en que unos se van y otros aun no han llegado cuando las callejuelas recobran, por unos preciosos momentos, su paz y su sosiego. Mientras los burros esperan aburridos y cada vez mas en desuso la siguiente hornada de pasajeros.
“No, no podemos serviros. Esto es una fiesta privada para los americanos". El pueblo de Melagochori, engalanado de flores y guirnaldas hasta las cejas, esperando a los americanos. Dos músicos y una cantante interpretan una triste canción griega y aunque las calles no están cerradas, porque no se pueden cerrar, los bares están contratados para el evento. De los americanos, ni rastro. Tal vez una hija de aquellos emigrantes que tuvieron que marchar, ha pillado un yankie y ahora vuelve, mitad por nostalgia, mitad para demostrar a sus paisanos lo que ha podido llegar a prosperar. Tal vez son un grupo de frikis de esos que se creen los reyes del mambo y alquilan un pueblo como quien reserva para cenar una pizza en un restaurante. En cualquier caso, es difícil no pensar en “Bienvenido Mr Marshall". A primera hora de la mañana las guirnaldas y las flores ya han desaparecido y de los americanos no queda ni el sombrero.
Jóvenes parejas se desplazan por las islas en moto o Quad, sin casco, por carreteras sin arcén buscando la mejor playa, el mejor atardecer, o la mejor imagen que subir a Instagram. “Siéntete como una diosa griega” reza un cartel, y allí iban ellas, radiantes, jóvenes y guapas, diosas del tik-tok, con sus vestidos vaporosos rojos, azules, dorados sobre los tejados blancos de las blancas casas de cúpulas azules, fotografiándose sin descanso, para subir la foto o el video que más “like” pueda conseguir.
Mientras, desde las calles aterrazadas y casas con mini-jacuzzi de postureo, o desde las terrazas con vistas de los restaurantes y un fondo musical chill out, o desde yates privados, o desde cruceros preparados para ello, o mirando desde una escalinata de una callejuela perdida, todo depende del peso del bolsillo de cada cual, parejas jóvenes y menos jóvenes contemplan un nuevo y hermoso atardecer en Santorini.
Es el símbolo de los tiempos, la globalización que lo masifica todo, que nos iguala a todos, o casi. Que siempre hay clases.
Pero todo se perdona al contemplar el blanco absoluto de los muros y el azul de las cúpulas y el color del mar que se difumina con el cielo en toda su gama de azules intensos, encendidos, profundos. Cielo y mar unidos en una línea sutil que se degrada suavemente, y un sol brillante, alegre y palpitante que termina en rojo fuego al atardecer, en un mar cuajado de reflejos de plata.
Y solo quiero sumergirme en las aguas de este mar, sentir que el cuerpo se hace liviano, sentir el sabor a sal en los labios y difuminarse hasta desaparecer como esa franja delicada entre el mar y el cielo. Dejar de ser carne y materia, dejar de pensar y ser sólo agua y aire y luz.
Todo se perdona porque aquí es donde un día los Dioses ganaron a los gigantes y aún queda algo de aquel paraíso perdido cuando miras al mar, ese mar que nos une y donde, entre rocas peladas y lo que ahora son sólo ruinas, surgieron los cimientos de nuestra civilización.
Consigues que lo veamos y sintamos! 😀👏👏👏
ResponderEliminarGenial ( como siempre)
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