La conspiración Filomena.







En esta tierra, más de nieblas y zierzos, abrir el balcón y encontrarse con un manto blanco  arropando el paisaje, es un espectáculo para los sentidos al que difícilmente  puede uno permanecer insensible.

Una llamada a la insurrección. Así que desempolvo mi disfraz de Amundsen, le pongo el arnés a Nala,  que  lleva un rato inquieta presintiendo algo diferente en el ambiente y nos lanzamos a la calle mandando a la mierda las recomendaciones de permanecer encerrados en casa. Miro al cielo gris cuajado de virutas de algodón que caen suavemente sobre mí. Cierro los ojos, siento el frío de la nieve en la cara y….¡Dios, que bien me siento!

Los parques se van llenando poco a poco de risas y alegría. Vida. Sólo vida, ni más ni menos.  Adolescentes gritando y lanzándose bolas de nieve, familias preparando un rechoncho muñeco de nieve con zanahoria y todo. Mientras otros, aprovechan los taludes junto a la ribera del Ebro para lanzarse  por la nieve entre gritos y risas,  unos con palas, otros con trineos y otros … a las bravas.

Los más frikis se han calzado los skis y se empeñan en llegar esquiando hasta el centro de la ciudad: “es una oportunidad única”, me dice uno de ellos, después de pedirme que le haga un selfie con la pasarela del voluntariado  de fondo.

¿Hace cuánto tiempo que la gente no se reía así por la calle? Ni siquiera en la mañana de reyes de esta navidad extraña. La pista de baloncesto junto a mi casa, llena otros años de niños manejando sus flamantes teledirigidos o presumiendo de sus juguetes recién estrenados; este año  permanecía cerrada  y un silencio triste ahogaba el parque vacío.

Sigue nevando y la nieve parece un duendecillo travieso que lanza sus copos sobre nuestros corazones convirtiéndonos en niños por unas horas:  hasta en el telediario le ha arrebatado la primera plana al puto COVID y sus estadísticas funestas

Mi perra Nala se revuelca entre la nieve con su hocico  y sus patas blancas llenas de cristalitos de hielo y me mira y me invita a hacer lo mismo y yo siento un escalofrío desde la punta de los dedos de los pies hasta la nuca que me inunda de una felicidad sinsentido e inocente, como la sonrisa del pequeño Eric  que, hoy también, ha conocido la nieve, aunque aún, no sea muy  consciente de ello.

Mañana, la carroza se habrá convertido en calabaza; las calles serán un barrizal donde buses urbanos y coches, convertidos en bestias malignas, escupirán cisco negruzco sobre nuestros corazones junto a los semáforos. Un ramillete de cenicientas y príncipes, venidos a menos, terminarán con sus zapatitos de cristal hechos añicos, entre esguinces y caderas rotas. Mientras, camioneros y taxistas se cagarán en la puta nieve, maldiciendo la eterna falta de previsión de alcaldes y  políticos que, a pesar de sacar a pasear sus juguetitos quitanieves y sus toneladas de sal y salmuera de sus planes  de contingencia, intentarán convencernos de que todo está bajo control sin admitir su derrota frente a esta naturaleza rebelde.

Pero, ¿sabes qué?, nada ni nadie nos podrá arrebatar ya está felicidad inocente que nos ha devuelto las ganas de vivir y de reír aunque solo sea por unas horas. Gracias Filomena.

 


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