Con sabor a sal.

Geolodía 2019. Remolinos de la Sal. Zaragoza.


Apenas a 40 Km de Zaragoza, en la comarca de la Ribera alta del Ebro, se encuentra el barranco del Arroyo de las Salinas en Remolinos, donde hoy reina el silencio  interrumpido, a veces, por el viento  que cabalga sobre las paredes desnudas de las escarpas, que desangran sus heridas retorcidas sobre un cauce seco, a pesar de las tormentas, y donde la luz refleja sobre piedras blancas y cristalinas, mientras el milano va y viene alborotando la soledad del esparto, resguardada del bullicio del valle.


A lo largo del barranco, las bocas de antiguas minas, hoy abandonadas, parecen  susurrar un pasado de esplendor ligado a la sal.


Sal formada en un tiempo lejano cuando ningún hombre pisaba aún la tierra, y todo lo que ahora abarca la mirada era un inmenso lago cerrado entre montañas, en el que poco a poco, a una velocidad y en un tiempo que sólo los geólogos pueden comprender, se fue depositándo y cristalizando en preciosas geometrías hasta que, lo que hoy es el Ebro, le abrió el camino al mar, a base de ir mordiendo lentamente la montaña que le cerraba el paso. Y vació el lago, arrastrando toneladas de sedimentos hacia al delta, para crear hoy el valle por donde ahora discurre, no siempre tranquilo, retorciéndose como una serpiente incómoda con su nueva piel en primavera.






Sal que pudo pagar los salarios de los centuriones romanos en la conquista de aquella Hispania que, con el tiempo, terminó convirtiéndose en el cisco de país que hoy es el nuestro.


Toneladas de sal que han hecho posible que las compañías mineras modernas hayan excavado durante décadas, una auténtica catedral de columnas y laberintos de sal bajo la montaña  por los que discurren camiones y dumpers para extraer el mineral que evita hoy, la congelación de la mitad de la red de carreteras del estado.

La sal que mineros, con sus pantalones de pana y sus albarcas, la extraían con pico y pala de las galerías, molían y trasportaban a lomos de las caballerizas, barranco abajo, entre el eco de sus cascos, hasta las salinas donde en piscinas de losas de arcilla, se dejaba reposar hasta evaporar el agua y que cruzaba el Ebro en barca (no había puente) hasta que muchos años después  la compañía inglesa Pure Salt Ltd. Instaló un cable aéreo de 7 km de longitud (toda una proeza para la época) que comunicaba la mina, el molino, las salinas y la fábrica de Alcalá de Ebro tras atravesar el río donde  era envasada y trasportada hasta Zaragoza para comercializarse en tiendas como la de la Viuda de Pío Vera en la calle de San Pablo de Zaragoza.




Generaciones de mineros que, durante siglos, rompían el silencio de la mina a golpe de pico, en galerías en las que las sombras bailaban bajo la luz de las antorchas antes de que llegase la electricidad y ya de regreso a casa, polvorientos y cansados, ofrecían sus besos con sabor a sal, sintiendo con su alma de sal y  mirando con la sal en los ojos aquel falso mar blanco inmaculado que se desecaba bajo el implacable sol del verano.


De aquella forma de vida apenas queda el recuerdo, como apenas es un recuerdo el proyecto de dinamización turística de las minas de sal de Remolinos, en parte por falta de presupuesto y en parte por falta de gente que creyese realmente que pudiesen convertirse en un motor impulsor de la zona, junto con otros atractivos como los barrancos de las minas, la zona esteparia, la ribera del Ebro y los cuadros de Goya de la iglesia parroquial.


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