El río que nos lleva

Mi pueblo no es un pueblo marinero de esos de arroces y sardinas pero tiene río. Y cuando digo río digo Río. A pesar de que Yesa, las presas y las mini centrales le han robado parte de su fuerza original, es un río con carácter, de los que marcan la vida y la historia de los que crecimos a su vera. 


El Aragón es un río que nace para dar nombre a todo un reino (un reino venido a menos, pero reino al fin y al cabo) y que como amante infiel y revoltoso decide de pronto virar a la izquierda y meterse en tierras del vecino (también un poco venido a menos). 

Antes de que se prohibiese el baño por motivos de salubridad  (¡qué afán de prohibir!), los domingos, la playa pedregosa de la presilla, rebosaba de familias enteras reunidas, con sus hamacas y hogueras de sarmientos, cargadas de neveras y ensaladas.

Allí aprendimos a nadar y amar entre juegos, aguadillas y risas y al atardecer cuando aparecían las nubes de mosquitos (¡cómo se ponían con los forasteros!) antes de la vuelta a casa, los porrones de cerveza con gaseosa bajo la sombra fresca en el presero, al otro lado de aquella “catarata” (la llamábamos) que era nuestro auténtico parque acuático.

Volver a él es como volver a la infancia y bañarse  es como purificarse de tanta mierda encostrada en la piel. Sentir el río desde dentro, vivo, con sus sotos cerrados, sus garzas y cormoranes y algún rastro de castor  o alguna familia de nutrias jugando en su orilla te hace recordar que aún hay parajes en mitad de este paisaje tan deteriorado que merece la pena conservar. Como la finca del soto con su barca de madera, que por aquel entonces a mí se me antojaba el lugar más exótico y hermoso de la tierra.

Yo ya tengo dicho, medio en broma medio en serio, que quiero dejen mis cenizas allí (coordenadas GPS incluidas) para terminar siendo parte del río, golpetear los cortados del montico mientras buitres y aguiluchos dibujan círculos sobre el agua, con algún barbo saltando aquí y allá, bajo la atenta mirada de algún que otro martín pescador faenando desde las ramas de la orilla,  con el eco de los pájaros entre los peñascos y la frescura de los sotos.


A Nala también le gusta este sitio. Me mira con sus ojos perrunos y parece sonreír mientras se sacude como una centrifugadora y vuelve de nuevo al agua una vez más y otra y otra incansable, jugueteando y saltando entre la corriente, intentando coger alguna piedra del fondo para después revolcarse, como queriendo quitarse el olor de ciudad e impregnarse del olor del río para llevárselo al salón de nuestra casa.

Mi pueblo no es un pueblo marinero pero es un pueblo de agua. De ríos y acequias serpenteantes entre huertas y choperas que a veces medio olvida lo que es. Lo que fue.

Paso por debajo del puente: mi abuelo contaba que trabajó en su construcción y mi padre (eterno dibujante de casitas y grafía perfecta aunque plagada de faltas), siendo niño, iba a apuntarle en una libreta las jornadas, porque él casi no sabía escribir.

Huele a pies. Es esa planta cuyos frutos te teñía los dedos como de tinta; pero de pequeño siempre lo asocié a los gitanos que acampaban bajo el puente con sus mulos y sus galgos y que aparecían y desaparecían de un día para otro, como ajenos al resto del mundo.

Mi padre paraba el carro tirando de la yegua y les ofrecía venir a ayudarnos después de negociar el precio y allí se venían, ellos fumando mientras ellas trabajaban con los tomates de un rojo intenso entre sus ágiles manos, mientras con sus pechos morenos al sol amamantaban sus criaturas, sujetas en refajos imposibles y yo me preguntaba cómo debía ser vivir así, durmiendo bajo las estrellas, de puente en puente,  de aquí para allá en sus carromatos de enormes ruedas con sus hogueras y sus animales. 

Y al atardecer, ya de vuelta a casa, sucios, cansados y sudorosos, el baño en el río entre risas que te hacia olvidar el dolor de riñones y la piel escaldada y requemada por el sol. 

Suena el afilador, pequeña decepción, es solo una grabación, pero vuelvo a recordar aquel otro que pasaba en bicicleta, de cuando en cuando, y a las vecinas parlotear mientras afilaban sus cuchillos; al vendedor de anguilas retorciéndose en su cubo de plástico negras y brillantes o el pelletero que cambiaba las pelletas de conejo secadas al sol por cajas de cerillas o, a veces, si la madre estaba de buenas, por una baratija que nos llenaba de felicidad. 

Las tormentas, esas tormentas amenazadoras de verano que retumbaban sobre el monte y se quedaban agarradas a la peña porque el río no las dejaba pasar, decía mi padre, como dándonos tiempo a acabar la faena para luego salir corriendo a refugiarnos en una de esas cabañas de cañizos, siempre lejos de la yegua que podía atraer los rayos. 

Y las crecidas, las crecidas fertilizadoras, como si del gran Nilo se tratase, miradas con congoja y con esperanza. Siempre con respeto. Asumidas como parte del ciclo anual y de las que todos sabían que los lodos que dejaba el río eran incluso mejor que los nitratos de Chile, sacos y sacos de nitratos de Chile y potasas de Navarra, y el agua mansa que pasaba de campo en campo, y padre corría abriéndole paso para permitir que avanzase o se retirase después de las tierras anegadas que reflejaban el azul intenso del cielo, la azada al hombro que reflejaba la luz cegadora  y un aroma a humedad y tierra mojada que se quedaba pegado en la nariz colorada por el sol.

Su mirada cejuda, pensativa y lejana, valorando daños y anidando esperanzas porque la vida era así entonces (también ahora) una continua apuesta en la que a veces se gana y a veces no pero donde siempre hay que mirar adelante como el río que nos lleva, arrastrándonos hacia delante, a veces calmado, a veces desbocado. A veces amable, otras enervado, llevándoselo todo a su paso implacable y aun así hermoso.            

Comentarios

  1. Cuando escribes así haces que aquellos que te leemos, no siempre, hagamos volar nuestra imaginación y nos subamos a ese bagon de recuerdos por el que ha transcurrido tu vida. Parece tontería, pero siento nostalgia oirte hablar de ello porque añoro aquellos años de reunión familiar, junto a la playa, el rio porque también dispnemos, pero como bien dices no apto al baño por las aguas residuales que circulan.... Es triste como la sociedad avanza arrasando con esos recuerdos que apenas se desvanece pese a los años. Está claro, amigo que nos hacemos mayores y que con el tiempo sólo quedará recuerdos que si queremos podemos convertirlo en realidad. Gracias por tu prosa, como siempre no dejas de sorprender.

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  2. Gracias Miguel. Me alegro que te guste.😎😎. Ya sabes. Cuando la tierra tiembla bajo tus pies a veces es más fácil encontrar suelo firme en los recuerdos.

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  3. Como el fluir del Aragón corren por aquí tus palabras haciéndonos pensar en lo que fueron aquellos momentos.
    Los que tuvimos la suerte de nacer en un pueblo bien sabemos lo mucho que disfrutamos compartiendo esos momentos.
    Lo relatas tan bien que parece que cojas la mano al lector para introducirlo en tus recuerdos.
    Felicidades por este trocito de vida.

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  4. Me gusta de verdad.
    Cuántos recuerdos tenemos todos de pequeños en el río, sea cual sea, eran los momentos más esperados del día.
    Sigue escribiendo Jóse.

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