Para Antígona

A las mujeres que se tragaron su dolor y tiraron para delante. Víctimas silenciadas y olvidadas de nuestra historia.

Aquellas listas negras, aves de mal agüero, sobrevuelan los pueblos de España noche tras noche. Listas de nombres escritos con caligrafía torpe y ostentosa como conjuros de muerte lanzados  desde el poder de la victoria.

Verdugos oliendo a alcohol, mirando a los ojos de sus vecinos, hasta el último momento, intentando esquivar la mirada de miedo y reproche que les perseguirá el resto de sus días. Regando  cunetas y tapias desconchadas de sangre anónima destinada al olvido, (porque en este país, especialmente en este país, hay víctimas homenajeadas y víctimas olvidadas dependiendo de su verdugo).

Los tiros rompen el silencio de la noche de norte a sur, de este a oeste y atrás quedan, los sollozos ahogados de las viudas, de los huérfanos, condenados al silencio y la miseria de los más parias entre los parias de la tierra.

Un acto heroico como única opción de recuperar la dignidad arrebatada. Así marchaba ella, forzada en el papel de Antígona(*) desubicada en la tragedia marcada por la historia, enlutada de negro riguroso, tras noches sin dormir con los ojos enrojecidos por el dolor y la rabia y esa fuerza y el coraje que solo puede nacer de la destrucción más absoluta para enfrentarse cara a cara al verdugo de su hombre, mantenerle la mirada y obligarle a confesar donde está el cuerpo de su compañero, del padre de sus hijos. No quiere nada más.

Coge una pala, el carro y marcha resuelta bajo las estrellas entre el ulular de la lechuza que sigue su letanía de muerte y el cri-cri monótono e hiriente de las cigarras entre sembrados que esperan la siega. No le resulta difícil identificar la tierra removida bajo la luz de la luna y con la fuerza de su propia rabia, los ojos secos y una firme determinación remueve la tierra, ahora ya con las manos, le duelen las uñas, hasta encontrar el cuerpo embarrado de su compañero.

Como puede, lo limpia de sangre reseca  y casi arrastras lo sube al carro aun sin llorar. Las mandíbulas apretadas, arreando al mulo, que cansino arrastra el cortejo por la carretera desierta en mitad de la noche hasta el cementerio de su pueblo natal donde medio a escondidas le da sepultura junto a los suyos, sin cura, ni plañideras ni responsos.

Y ahora sí. Agotada y rota llora. Llora y siente que sus lágrimas limpian su alma, la liberan de una culpa inexistente. 

Ya amanece, y vuelve a casa rendida con la cabeza alta porque, ahora sí, ahora sí sabe que no está vencida, que nunca lo estará porque nada ni nadie podrá acabar ya con su dignidad renacida que crece y la libera en medio de esa cárcel de miseria en la que han convertido su vida.

(*)    En el mito, los dos hermanos de Antígona iban a compartir el trono de Tebas turnándose periódicamente, pero Eteocles decide quedarse en el poder después de cumplido su período, lo que desencadena una guerra, que  termina con la muerte de ambos hermanos uno a manos del otro. Creonte  se convierte en rey de Tebas y ordena que el cuerpo de Polinices se deje a las afueras de la ciudad a merced de los cuervos y los perros. Para los griegos, el alma de un cuerpo que no era enterrado estaba condenada a vagar por la tierra eternamente. Antígona decide enterrar a su hermano rebelándose contra Creonte, que la condena a ser enterrada viva.


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