Leyendas de mi pueblo: La seña Pichiricha.
Pues sí, amigos, en Marcilla también hubo una bruja, o al menos eso me conto mi madre, que tampoco es que fuese mucho de fiar en lo que se refiere a contar historias.
A mí me engañaba una sí y otra también. Como cuando a punto de parir la Rabalera, nuestra yegua percherón para los trabajos en el campo, le pregunté:
- Mama, ¿Por dónde nace el potro?
Y ella, por no entrar en materia, considerando que aún no era el momento, que por entonces, había una edad para todo, desde llevar pantalones largos a conocer ciertos entresijos anatómicos, me contestó:
- Por la oreja.
Y allí que me dejó en silencio y con un tole tole de cómo coño podía un potro abrirse camino desde la tripa a la oreja y por cual de ellas saldría ¿la derecha o la izquierda?.
El caso es que, en una de esas tardes, entre la cena y antes de irme a dormir enterrado bajo una docena de mantas y con una bolsa de agua caliente en los pies (la calefacción era una entelequia en aquellos tiempos, como los móviles o la televisión de más de dos canales a saber, la uno y la dos) . Ese espacio de tiempo en el que, antes del Netflix, se aprovechaba para contar verdades y mentiras me habló, decía, acerca de la seña Pichiricha.
Era esta, una vieja enlutada de los pies a la cabeza, alta y seca como un sarmiento, con una cabellera de greñas grises enredadas como culebras, un cuerpo encorvado y unos dedos deformes acabados en unas uñas largas y retorcidas con las que manipulaba la vieja romana para sisar en el peso de lo que las pobres espigadoras, muchas de ellas aun casi niñas, como mi madre, recogían con sus propias manos, tras el paso de los segadores, hasta la puesta de sol, para sacarse unos reales extras. Respigar, lo llamaba ella.
Tenía fama por estos contornos, de ser capaz de convertirse en gato negro y trepar por las tapias, vigilando con su mirada felina, o en mochuelo que ululaba su canto lastimero en la ventana de los moribundos. Se decía que conocía ungüentos y bebedizos para sanar el mal de ojo y el mal de amores, calmar los dolores del parto, y otros muchos remedios varios.
El caso fue, que por aquella época, el ganado empezó a enfermar y las ovejas no quedaban preñadas. Y en los corrillos comenzó a decirse que aquello era cosa de brujas y a mirar de reojo a la Pichiricha, guardando silencio cuando ésta pasaba cerca: Que si el mal de pezuña de la mula, que si le han echado mal de ojo a mi hijo y le han levantado la novia, que si el agua esta emponzoñada…
Y al final, ocurrió lo que tenía que ocurrir, un día que Pichiricha andaba por el montico buscando hierbas, uvas y espigas, la vieron una cuadrilla de segadores y enseguida comenzaron a murmurar y a tramar un escarmiento para la pobre vieja.
Junto a un cabezo, próximo al barranco, junto en los cortados del rio, donde crecen las aliagas el tomillo y los romeros, llegaron los mozos que venían siguiendo a la vieja, rodeándola, unos con piedras, otros con palos.
Pichiricha, viéndose sin salida, se arrojó al suelo de rodillas, al borde mismo del precipicio implorando y comenzando a murmurar entre dientes, sin que nadie pudiera asegurar a ciencia cierta, si lo que hacía era rezar o si bien, rezaba el credo del revés al modo que solían hacerlo las brujas.
Los buitres planeaban en círculo sobre sus cabezas, perezosos, como mariposas negras, llamando a la muerte con sus gritos. Comenzaron a lloverle pedradas y garrotazos, mientras ella seguía implorando.
En un momento de forcejeo confuso, dando tres o cuatro traspiés, fue a caer por el precipicio, dejando un reguero de jirones de su sayón negro y de su propia carne enrojecida, hasta llegar al fondo, donde quedó inmóvil y con la cara hundida en el fango del rio, aplastada como un sapo bajo una rueda de galera.
Todos guardaron silencio, y en el pueblo nadie preguntó, y si alguien lo hizo, nunca obtuvo respuesta, solo un silencio espeso y un desviar la mirada esquiva hacia el suelo.
Por el precipicio por el que cayó, se cuenta, que anda penando su alma, que, ni Dios ni el diablo quisieron y que en venganza, aún hoy, sigue acosando a pastores, haciendo ruidos como de lobo entre las matas, o llamando desde el fondo del cortado, a los paseantes que se acercan al borde, clavándoles su mirada felina, y agarrándolos por los pies, con su mano seca y amarilla, para intentar despeñarlos por la sima.
Nota: Mi madre nunca me contó como acabo la seña Pichiricha. Por eso, lo he completado, en base a un relato de Becquer: Cartas desde mi celda (VI) .
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