La Diosa Madre y las Vírgenes de Agosto


Como cada 5 de agosto, en las primeras horas del día, el campano de Juan recorre el pueblo de punta a punta, dejando ecos de auroras por las esquinas y un aroma a café recién hecho que los vecinos ofrecen a su paso.

Aquel otro 5 de agosto también cantó la aurora y también bandearon las campanas de la iglesia a fiesta grande, mientras nos preparábamos para recoger los resultados médicos de madre. En el camino estalló una tormenta de verano que nos obligó a parar bajo un puente. Un mal presagio. La Diosa, señora de las tormentas, había hablado: era Cáncer estdío III. Mal pronóstico.

Aquel 5 de Agosto, como éste, la albahaca recién cortada de luís esperaba la hora de la Salve, a que los vecinos se lanzaran sobre ella, para conseguir un ramo protector. La plaza entera se llenaba de ese olor denso y dulzón en un acto, seguramente, reflejo de otros ritos mucho más antiguos y complejos de purificación y protección.

Madre colocaba la albahaca bendecida bajo el colchón de la cuna de sus nietos deseándoles que nada malo les pasara estando bajo la protección de la Gran Madre y hoy yo, que aún no le perdonado que se la llevara, todavía dudo si debería hacer lo mismo con mis nietos ahora.

Un día de Mayo, el canto del mochuelo en la ventana anunciaba una muerte inminente en casa y, en poco tiempo, el repiqueteo alegre de las campanas se tornó en lúgubre mensaje de muerte.

Murió con una estampita de la virgen del Plú bajo la almohada del hospital, no tanto para que le librase de aquella muerte, que ya sabía segura, sino para que le ayudase a apurar ese último mal trago en una actitud que iba más allá de lo meramente religioso.

La Diosa recolectora de almas, no la salvó, tal vez para completar el ciclo eterno de vida y muerte y permitirle que su alma regresara de nuevo en sus descendientes.

Seguimos siendo seres simples a los que nos emociona el ruido de la campana en la mañana y el olor a albahaca. Una melodía de una canción, un cuadro o un poema. Hablo de un lenguaje mágico oculto que nos provoca una sensación inexplicable y nos pone los pelos de punta, nos aprieta la garganta y nos hace sentir un escalofrío en la espalda.

Agosto y sus vírgenes. Todas ellas caras de una Diosa Madre anterior poderosa y mágica que se resiste a desaparecer. La «Diosa del Nacimiento, el Amor y la Muerte», con sus tres caras como las fases de la luna y que oculta su rostro bajo mil nombres: Ísis egipcia, Ishtar Asiria, Inanna sumeria, Astarte fenicia, Afrodita romana, antes de ser trasformada en una simple diosa del amor, o La virgen Blanca de Vitoria, de las Nieves en Andalucía, Portugal, Italia, Sallent de Gallego, o la del Plu en Marcillla.

Es una Diosa, sabia y bondadosa, también cruel y destructora. Siempre en esa disyuntiva entre santa y puta, tentadora y purificadora. A veces mujer hermosa; otras, bruja malvada, capaz de transformarse de pronto en cerda, yegua, perra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, sirena u horrible arpía.

El cura termina el sermón desde su balcón y a la Virgen se la recoge un año más en su ermita. Los músicos guardan sus instrumentos y partituras y el gentío continúa la fiesta: es la hora del chiquiteo, del bingo y de los bailes en la plaza, mientras otros parroquianos vuelven a sus casas con un perfumado ramo de albahaca sagrada que repartirán con los que no han podido acudir este año.

En mi memoria se agolpan recuerdos de otros días como hoy, en los que casi nada ha cambiado en esencia. Y, entre suspiros de albahaca y el fuerte sentimiento de pérdida que quedó unido para siempre a este día, rememoro los paisajes sencillos donde crecí, los despertares de alegres amaneceres y viejos amigos con los que compartir risas y a veces lágrimas, con los que sostener nuestras miradas sin rehuirlas convertidas en abrazos llenos de ternura, y se me ocurre pensar que si este día no existiese, si desapareciese en el olvido, habría que reinventarlo y en este instante me parece oír el repiqueteo vibrante de la campana de la ermita que se alza al viento como un amén, como un saludo a la gran Diosa y me siento afortunado porque hay actos que nos conectan a una conciencia colectiva de grupo que va más allá de la religión y la tradición y porque incluso los seres más solitarios necesitamos ese sentimiento de pertenencia…. a veces.

 

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