The sad history of the blue bloody moon

Amanecer en Torrevelilla

Marzo de 1938. Días después de que la  legión italiana destrozó Alcañiz en un bombardeo olvidado con 10 toneladas de muerte en 90 segundos  para sembrar el terror, una columna italiana, sale confiada, sin patrullas de reconocimiento, ni flancos de protección, mientras los hombres de Enrique Líster, camuflados en sus nidos de ametralladoras a menos de 200 metros de la carretera entre Castelseras y Torrevelilla, les dejan avanzar hasta que toda la columna está a tiro.

En esos días, los bombardeos sobre el frente y los pueblos de ambas retaguardias se suceden a diario y la población se refugia en cuevas y masicos en medio del fuego cruzado. En Torrevelilla, una bomba cae sobre un edificio, en cuya bodega se habían refugiado 28 vecinos que murieron sepultados bajo los escombros y en una de las fosas  comunes del cementerio  descansa el padre del cura, asesinado al no haber podido capturar a su hijo. Otros, del otro bando, aún siguen por las cunetas y muchos soldados, junto a las trincheras que defendieron.

Acabada la guerra, Torrevelilla está destrozada y Regiones Devastadas construye una nueva iglesia parroquial, un grupo de viviendas para agricultores,  dos para el médico y el maestro y un cuartel para la Guardia Civil que, como otros tantos, sirven como centro base para mantener a raya a los maquis dispersos por las masías de la zona (Teruel siempre ha sido tierra de revoluciones invisibles y utopías imposibles).

Muchos años más tarde, el alcalde de Torrevelilla había cargado el telescopio en el coche para ver el eclipse cuando recibe una llamada: Las obras de amejoramiento de la carretera habían descubierto los restos de un soldado de la guerra civil.

En poco tiempo el cura, la guardia civil y algunos curiosos se presentan en la zona dudando entre el puñado de huesos o el telescopio que apuntaba a la luna de sangre.

El cadáver anduvo por los despachos del ayuntamiento hasta que pudo ser identificado y resultó que su hermano iba a llevarle flores todos los años al valle de los caídos donde le habían contado que estaba enterrado sin sospechar que seguía en una cuneta olvidada de un pueblo de Teruel.

Y solo pienso en este país de muertos mal enterrados y lunas sangrientas y en mi tío José,  que anduvo por estas tierras, disparando sin apuntar, dudando si la historia le había colocado en el bando equivocado, hablándome de una guerra atroz, de las cosas que pudo ver y nunca debería haber visto, de compañeros muertos, del frío de Teruel y de la guerra. Una guerra que arrastramos como una losa  y de la que no conseguimos desprendernos en este país lorquiano de lunas de sangre, caballos desbocados y toros enloquecidos.  



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