Hécuba. La perra que aullaba a la Libertad.
Hubo un tiempo en el que, al amanecer, la noche se desmenuzaba en una paleta de colores rojos, violetas y amarillos y el viento traía aromas de los campos de frutales y de la espuma salada del mar y los murmullos de vida de la ciudad, que se desperezaba con el canto de los almuecines convocando a la primera oración del día.
Después, todo cambió y se tornó amenazante. El cielo oscurecido por el humo y el denso olor a muerte, a miedo y a miseria lo impregnó todo. Días oscuros y noches aún más oscuras y silenciosas, salvo por el resplandor de los misiles y el sonido de las bombas y el murmullo de los rezos de los viejos y el lloriqueo aterrorizado de los niños.(1)
Es la misma historia atroz de siempre, repetida una y otra vez desde el principio de los tiempos.
Esta es la historia de Hécuba, reina de Troya, cuyo vientre engendró decenas de hijos condenados a un destino fatal, aunque bien pudiera ser la historia de Jamila o Salwa o Yassira, mujeres de Gaza, todas preñadas y todas ellas con el oscuro presentimiento de que de su vientre surgiría una roca ardiente que prendería fuego a la ciudad y cuyo hijo, finalmente, serían la excusa para comenzar una guerra y provocar la destrucción de la ciudad tras llevarse como rehén a Helena.
El rey griego, que bien pudiera haber sido un tirano judío, no soportó la afrenta y dirigió su honor herido y su furia contra la ciudad, arrasándola, sin dejar piedra sobre piedra. Un infierno donde las llamas alcanzaban el cielo. Una trampa mortal de la que ya no era posible escapar: las tierras usurpadas, casas derribadas, árboles arrancados, y en la cima de la tragedia, Hécuba o Jamila o Salwa o Yassira, todas ellas destrozadas, asisten al final de la ciudad y contemplan horrorizadas la atroz masacre de hambre y sangre y la muerte de todos sus hijos.
Ella misma convertida de reina a esclava, se pregunta, como las otras madres palestinas, rodeadas de un mar de cuerpos quemados, sanguinolentos y desmembrados entre ruinas y columnas de humo. “¿Cómo lloramos esto?”.(2)
Pero Hécuba, aún mantiene la esperanza de ver con vida a su hijo más pequeño, confiado al rey de Tracia, junto con una buena cantidad de oro, con el fin de ponerlo a salvo de la inminente guerra. Lo que ella no sabe es que el infame rey, que bien pudiera haber sido un infame republicano americano, enfermo de codicia e hipocresía, que mientras lamenta la derrota de Troya, urde el asesinato del pequeño niño para apropiarse de sus riquezas y después arrojar su cuerpo al mar.
Hécuba, tras partir en la nave del victorioso Agamenón como botín de guerra, junto con otras mujeres troyanas, desembarca en la costa para ofrecer un sacrificio humano en honor de Aquiles, muerto ante los muros de Troya. La elegida es su hija Políxena, quien está dispuesta a entregarse a la muerte antes de vivir como una esclava el resto de sus días.
Aún seguía llorando el sacrificio de su hija, cuando un mensajero le muestra el cadáver de su hijo más pequeño, al que las olas habían arrojado a la playa y que en sueños, relata a su madre la historia de su propia muerte: “No vi la bala, pero sentí su dolor explotando en mi cabeza. Veo el soldado con un fusil inmenso y una mirada en de sus ojos que no pude llegar a entender”. (3)
Y es entonces cuando Hécuba, henchida de dolor, se transforma, implorando justicia a Agamenón, ahora su dueño y señor, para que le permita planear su venganza: Hace venir al rey de Tracia y a sus hijos, haciéndole creer en la existencia de un tesoro que nadie ha podido encontrar aún.
Ya dentro de la tienda preparada para agasajarlo, mientras las troyanas asesinan a sus hijos con las dagas ocultas en sus pechos, Hécuba arranca los ojos del rey Polimestor con los alfileres de su vestido.
La venganza está cumplida.
El pueblo, cómplice, que había callado y mirado para otro lado, termina acusando y lapidando a Hécuba por el crimen cometido pero al ir a buscar el cadáver, bajo el montón de piedras y escombros, no encuentran el cuerpo sin vida de una mujer derrotada y anciana, sino una perra negra, rabiosa, con los ojos rojos de fuego, aullando tristemente su lamento eterno pidiendo justicia y maldiciendo a los asesinos y a sus cómplices, y a los hijos de los mismos, y a los hijos de sus hijos, por los siglos de los siglos:
Malditas sean las manos sin alma y las venas sin sangre de los hombres malditos que tronchan las vidas aun en flor acallando el sonido de sus risas y sus juegos. Y malditos también las voces que callan y los ojos que miran hacia otro lado.
Lloremos todos a los niños muertos. Pero espera, ¡que los hijos de Jamila o Salwa o Yassira no están en la lista!
Miles de niños palestinos portando cubos con su propia sangre, sacos llenos con sus heridas, sin brazos, sin piernas, sin dientes, sin ojos, tronchados por las manos sin alma de hombres malditos que firman su muerte con sus plumas de plata.
Cambiad de patria, palestinos, cambiad de bando, cambiad de Dios, y así, quizás, la próxima vez que os maten, tal vez tengáis un hueco en nuestra lista y os podamos llorar como si fuerais yanquis o europeos. Como si fuerais humanos. (4)
(1) Hiba Kamal Abu Nada
(2) “Pies pequeños”, de Nathalie Handal
(3) “el diario de un niño de casi cuatro años”, de Hanan Mikhail Ashrawi
(4) Santiago Alba Rico. Los dueños de todas las listas
ya era hora, Garde... Y yo me pregunto ¿porqué no escribes con más frecuencia?
ResponderEliminarComo siempre, consigues emocionarme con tus relatos.
Gracias y a ver si el próximo tarda menos en ser escrito.
¡Ah! y que sepas que sigue en pie mi oferta de ser tu representante.