El monstruo y yo.

 


Este amanecer parece detenido, ajeno a la oscura y fría herida de la tarde por llegar. Nada tiene sentido fuera de esta mañana, que despierta entre el chirriar de los estorninos y el canto profundo del mirlo solitario que, escondido entre las ramas sin hojas, compite con la ciudad que despereza entre ruidos de sirenas y el de los frenos del bus en su parada.

El futuro pende de un hilo mientras esperamos el Apocalipsis, como quien espera venir una hostia a cámara lenta,  en este país que siempre camina sin rumbo, al borde del abismo, cuando no por el fondo del mismo. Un abismo cruzado de puentes, donde nos vamos empujando los unos a los otros a las oscuras aguas donde habitan monstruos siempre hambrientos, dispuestos a devorarnos. 

Yo tengo mi propio monstruo. Al menos existe en mis sueños  ¿no es suficiente?. Mi monstruo existe fruto de un recuerdo moldeado y horneado como la masa de pan. Tal vez nosotros mismos no somos sino parte de una realidad inventada por otra mente y en otro lugar.

La primera vez que oí hablar de él, era Agosto en una de esas madrugadas resacosas de fiestas de verano en la que Miguel, el puentero, cerveza tras cerveza, iba desgranando la historia del alfilio, el monstruo que vivía encadenado en la parte baja del puente. Sin edad, casi tan antiguo como la tierra misma que habitamos. Había sido cazado y encadenado con una enorme argolla sujeta al cuello, tiempo atrás, en los tiempos en los que aún no había puentes sobre el rio y la única forma de cruzarlo era ir saltando de cráneo en cráneo de sus víctimas o utilizando la vieja barca de sirga. Su cuidador y carcelero lo alimentaba con los cadáveres de esperanzas y sueños rotos y, de vez en cuando, con alguna carcasa de gallinas viejas y restos de animales hinchados y medio descarnados. Presumía de tenerlo domesticado; aunque no por ello dejaba de ser peligroso, a pesar de su timidez, por sus poderes  sobrenaturales, si era sorprendido por algún paseante incauto 

Yo nunca llegué a verlo, tal vez aun siga ahí, con su pesada cadena al cuello saliendo a la orilla del agua las noches sin luna o quizás fue liberado y vaga, rio arriba, rio abajo en busca de víctimas o de un nuevo dueño. Quién sabe. 

Sólo sé que, desde el mismo momento que supe de su existencia, su sombra gris plateada como la hoja de una navaja abierta se instaló en mi corazón para siempre.

Y allí sigue, encadenado a mis entrañas. Alimentado de mis silencios y mi rabia. Es todo lo que no se ve en mi rostro. No quiero liberarlo y ni yo mismo sé cuál de los dos es más verdadero: el monstruo o yo.



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