Mi viejo castillo




Yo tuve un viejo castillo encantado por la luna, donde jugar y crecer, rodeado de un riachuelo que fluía entre olmos gigantes de troncos huecos donde esconderse y donde dar, nervioso y torpe, ese primer beso que se queda grabado en la memoria. 

Un castillo con su bruja loca, con sombrilla en lugar de escoba. Una bruja buena de sonrisa pícara, un hada madrina más bien, que yo siempre imaginaba, en otros tiempos, montada en una calesa de caballos, hermosa y vestida de blanco como una princesa, porque así me lo había contado mi madre cuando yo le preguntaba por ella. 

Mi viejo castillo era un espacio prohibido por los mayores. Que entrábamos a pesar de todo, era un secreto a voces y suponía esquivar la vigilancia de los serenos en la cava. Todo un riesgo.

Tenía una entrada secreta a pasadizos oscuros, habitados por monstruos (así era para nosotros) donde aprendí a vencer mis miedos y una entrada principal que había que atravesar, de uno en uno, por las grietas de una puerta gigante, desvencijada y atada con un viejo candado, con el corazón en un puño y poniendo todo el cuidado en no mancharse demasiado la ropa del domingo, que luego había que pasar revista en casa. 

Aquella puerta era la entrada a un espacio diferente que te recibía con el olor a madera carcomida, a piedra enmohecida y con lo que quedaba de las enormes escaleras que subían, hasta la galería, ahora desaparecida. Nunca entenderé  porque no se mantuvo en la reconstrucción. Después, dejabas a la izquierda unos hangares con fuerte olor a gasolina y una vieja moto con la que te podías convertir por un momento en el James Dean de Rebelde sin causa, sin saberlo, y a la derecha, lo que seguramente fueron las caballerizas, o así lo imaginábamos. 

Enfrente, el patio semicubierto de una montaña de escombros que había que escalar, sin mirar atrás, hasta llegar a la parte superior y pasear, esquivando los agujeros en el suelo, bajo la almenas, entonces cubiertas con una techumbre de tejas y cañizos maltrechos, hundidos a tramos, y por los que se podían ver las nubes blancas dibujadas sobre el azul del cielo de la ribera y la veleta de metal, en forma de bandera con filigranas en la torre del homenaje, habitada desde siempre por cigüeñas y palomas y algún que otro fantasma con los que pasábamos tardes enteras de verano. 

Nos creíamos fuertes, indestructibles y únicos en nuestra fortaleza, nuestro lugar secreto, fumando los primeros cigarrillos y ojeando alguna que otra revista de poco contenido literario y abundante contenido gráfico ginecológico, hablando de lo divino y lo humano, observando desde las saeteras discurrir la vida ralentizada por el calor sofocante del verano en la plaza del Ayuntamiento y desde donde, todo parecía pequeño e insignificante 

Hoy cumple 600 años. Y vale, está bien: el riachuelo siempre tenía pelletas y tripas de conejo; los olmos eran 4 y estaban enfermos; el castillo amenazaba más que ruinas y yo, más que fumar, tosía y... no me jalaba una rosca. Pero es mi recuerdo y así quiero conservarlo, hasta que se esfume conmigo a ritmo del silbido del viento del olvido, tocando su flauta entre escombros y maderos carcomidos. 

Hoy todo se aleja y difumina,  y mi viejo castillo ya no es lo que era (ni yo tampoco), tal vez ahora, más prácticos y funcionales. Pero él y yo hemos sobrevivido, que no es poco, y aquellos tiempos que compartimos, forjaron, en lo más profundo de mi ser, la sustancia de la que estoy hecho. Y, su recuerdo, es ahora sobre todo, un momento de reposo en este largo combate contra el tiempo. 

Comentarios

  1. Como siempre es un placer leerte, tendrias que dedicarle más tiempo👏👏

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  2. Como siempre es un placer leerte, tendrias que dedicarle más tiempo👏👏

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  3. Simplemente genial, con muchos recuerdos sumergidos👏💖

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  4. Preciosos recuerdos y precioso texto. Lo que hubiera disfrutado de poder haber jugado en ese castillo

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  5. Me ha gustado. Gracias por hacerme recordar esas maravillosas vacaciones en el pueblo.

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